El flamenco encierra en sus formas una memoria colectiva en cuya historia late un pulso femenino que ha dado forma a su estética, su emoción y su permanencia. La mujer, muchas veces relegada en la historia oficial del flamenco, ha sido en realidad su cimiento invisible: transmisora de tradición, creadora de estilos, musa y artista, cuerpo y voz del duende.
Desde las primeras cantaoras gitanas hasta las creadoras contemporáneas, las mujeres han convertido el flamenco en un espacio de expresión, identidad y resistencia. En ellas se condensa una historia de silencios y rebeliones, de opresión y libertad artística, que refleja también la evolución social de la mujer en la cultura española.
El flamenco nace en Andalucía, en la confluencia de pueblos marginados: gitanos, moriscos, judíos y campesinos andaluces que compartían una vida de pobreza, persecución y mestizaje cultural. En ese contexto, la mujer desempeñó un papel esencial como transmisora de la oralidad. Las primeras formas del cante no surgieron en los teatros ni en los cafés, sino en los patios de vecinos, cocinas y reuniones familiares donde las mujeres cantaban para acompañar el trabajo, el duelo o la celebración.
Ellas fueron las verdaderas guardianas del cante primitivo, sus voces encarnaban tanto el dolor íntimo como la dignidad colectiva.
Una de estas primeras mujeres es “la Andonda”, María Amaya Heredia, cantaora gitana, nacida en Morón (Sevilla) en el año de 1831, considerada por muchos como una de las creadoras de la soleá.
Otra figura destacada es Mercedes Fernández Vargas, conocida como “la Serneta”, oriunda de Jerez de la Frontera (1837), además del cate y el baile flamenco, tocaba la guitarra y llegó a influir en artistas posteriores como “la Niña de los Peines”.
Estas artistas fueron el germen de una genealogía femenina que permanecería viva en la memoria del flamenco. Su cante hablaba de la vida cotidiana, de la pobreza, del amor y del destino: temas universales pero filtrados por una mirada de mujer.
Con la llegada de los cafés cantantes, a mediados del siglo XIX, el flamenco salió de los círculos privados y se convirtió en espectáculo. Esta profesionalización abrió nuevas posibilidades, pero también impuso limitaciones. Las mujeres encontraron en el baile su principal vía de expresión, mientras que el cante, considerado más serio y reservado, continuó dominado por los hombres. Aun así, las bailaoras alcanzaron una notoriedad social inédita y, su baile femenino se transformó en un lenguaje propio.
La Cuenca, La Macarrona o Juana la Macarrona introdujeron una sensualidad poderosa, pero también una fuerza escénica que desbordaba los estereotipos de docilidad. A través de sus cuerpos, el flamenco adquirió una dimensión teatral y expresiva nueva. La bata de cola, el mantón, los brazos y el zapateado se convirtieron en símbolos de identidad, no solo estética sino existencial.
No obstante, la sociedad patriarcal del momento exaltaba la imagen de la mujer flamenca como figura exótica, sensual y pasional, pero a la vez la confinaba a un papel decorativo. Pese a ello, muchas de aquellas artistas lograron subvertir el estereotipo y afirmarse como creadoras autónomas. Desde los márgenes del espectáculo, las mujeres fueron moldeando el lenguaje coreográfico que aún hoy define el flamenco.
El siglo XX trajo consigo una transformación profunda del flamenco y de la condición femenina. En las primeras décadas, la figura de Pastora Imperio marcó un antes y un después: su elegancia y su intuición artística elevaron el baile flamenco a un nivel de refinamiento escénico sin precedentes.
Años más tarde, la conocida como “la Argentinita”, con su sensibilidad poética y su colaboración con poetas como García Lorca, abrió una etapa de diálogo entre el flamenco y la cultura ilustrada.
Pero sin duda, la gran revolución femenina del siglo XX en el flamenco tiene un nombre: Carmen Amaya. Su aparición supuso una ruptura radical con los cánones de género. Amaya bailaba con pantalones, imponía una fuerza física arrolladora y transformaba el baile en una expresión de libertad. Su arte desafiaba la idea tradicional de feminidad; era instintiva, salvaje, moderna. Desde los escenarios de Barcelona a los teatros de Nueva York, su figura proyectó una imagen universal del flamenco como energía indómita.
Mientras tanto, en el cante, Pastora Pavón “La Niña de los Peines” alcanzaba una altura artística que la convertiría en una de las voces más influyentes de la historia. Dominó casi todos los palos, enriqueció los estilos tradicionales con innovaciones melódicas y transmitió una profundidad emocional que aún hoy sirve de referencia. Pastora no solo cantó, sino que redefinió la relación entre voz y sentimiento. Su legado es el de una artista completa, que transformó la tradición en arte personal.
Pero el flamenco femenino no se define solo por la presencia de mujeres, sino por una manera distinta de sentir y expresar.
El gesto femenino en el flamenco no es mera ornamentación: es discurso. El movimiento de los brazos, la mirada o la forma de marcar el compás expresan una historia corporal heredada de generaciones. Cada bailaora lleva en su cuerpo la memoria de las mujeres que la precedieron. El traje, la bata de cola, el abanico…son símbolos de esa identidad.
A lo largo del siglo XX, la profesionalización del arte flamenco ofreció a las mujeres una vía de emancipación. Muchas artistas lograron sustentar a sus familias gracias a su talento, viajaron, negociaron contratos y desarrollaron carreras propias. El escenario fue para ellas un territorio de libertad y de expresión individual.
En la actualidad se ha abierto una nueva etapa en la historia del flamenco femenino. La mujer ya no solo ocupa el escenario, sino que dirige compañías, crea coreografías, compone música y reflexiona sobre su arte desde una perspectiva crítica. El flamenco contemporáneo es, en gran medida, un espacio donde la voz femenina se expande hacia la experimentación y el pensamiento.
Sara Baras, Eva Yerbabuena, Rocío Molina o María Pagés representan diferentes caminos de esa renovación. Han reinterpretado y reinventado el flamenco fusionando la tradición con la danza contemporánea, el teatro o la performance.
Hoy, el flamenco es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad y un símbolo de identidad española ante el mundo. En este proceso, las mujeres han sido protagonistas indiscutibles. Han llevado el arte jondo a los escenarios más prestigiosos y lo han fusionado con otras músicas y danzas, manteniendo intacta su verdad expresiva.
Ellas han pasado del anonimato a la autoría, del estereotipo a la conciencia, del silencio al discurso. Y merecen ser reconocidas por la Historia.
Ana Moruno Rodríguez
Historiadora del Arte













