La Constitución Española de 1978 constituye el pilar jurídico y simbólico de la democracia contemporánea en España. Su gestación, envuelta en la complejidad política de la Transición, suele narrarse a través de la figura de los siete llamados Padres de la Constitución, convertidos con el tiempo en emblemas de consenso y reconciliación. Sin embargo, esta imagen oculta una realidad más rica y poliédrica: la presencia, influencia y aportaciones de varias mujeres que, desde distintos ámbitos, contribuyeron de forma decisiva a la configuración del texto constitucional y al clima político y social que lo hizo posible.
El trabajo de estas mujeres no fue formalizado en la ponencia constitucional, pero sí se materializó en la elaboración técnica, en los debates de comisión, en la presión legislativa, en la acción política, en la movilización feminista y en la reconfiguración intelectual del concepto de igualdad en la España que emergía del franquismo. Recuperar sus voces no solo corrige una injusticia histórica, sino que permite comprender mejor la propia Constitución, sus límites y sus potencialidades.
Cuando las Cortes Constituyentes fueron elegidas en junio de 1977, solo 27 mujeres (de un total de 585 parlamentarios) consiguieron escaño: 21 diputadas y 6 senadoras. La proporción (un escaso 4,6%) reflejaba el arraigo de un sistema político y social profundamente patriarcal, legado de cuarenta años de dictadura que había reducido drásticamente la presencia femenina en la vida pública y había limitado su ciudadanía civil y laboral mediante figuras como el permiso marital, la penalización del adulterio o la desigualdad en la patria potestad.
En ese contexto, la presencia de mujeres en las Cortes Constituyentes no fue un mero gesto simbólico. Fue, más bien, la apertura de una brecha histórica. Las diputadas y senadoras debieron enfrentarse a resistencias culturales, a la falta de referentes, a la ausencia de redes políticas femeninas consolidadas y al peso psicológico de una época que aún relegaba a las mujeres a la esfera privada. Pero incluso bajo tales condicionantes, su actuación dejó huellas perceptibles en el proceso constituyente.
Entre las mujeres que desempeñaron un papel relevante destaca Soledad Becerril, diputada por Sevilla en las Cortes Constituyentes. Aunque no formó parte de la ponencia constitucional, intervino en debates clave, defendiendo la necesidad de que la nueva norma suprema incorporase garantías explícitas de igualdad y protección de derechos. Su figura adquiriría mayor peso histórico años después, cuando en 1981 se convirtió en la primera mujer ministra de la democracia, hecho que cristalizaba un proceso de legitimación política sin precedentes para las mujeres en España.
La presencia de Dolores Ibárruri, “la Pasionaria”, del PCE icono de la lucha antifranquista y de la tradición obrera, tuvo un fuerte componente simbólico. Su regreso del exilio en 1977, coincidente con su elección como diputada por Asturias, representó una forma de reparación histórica y dio a las Cortes un significado moral que trascendía lo jurídico. Aunque su papel directo en la redacción constitucional fue limitado, la carga histórica de su figura contribuyó a dotar al proceso de una dimensión profundamente inclusiva y restauradora.
Otra de las contribuciones femeninas más importantes, aunque menos conocidas, es la de María Teresa Revilla, secretaria de la Comisión Constitucional del Congreso. Su labor técnica (ordenar borradores, sistematizar textos, asegurar la coherencia jurídica, revisar actas y articular enmiendas) fue imprescindible para que el proceso constituyente pudiera desarrollarse con rigor y continuidad. Si los Padres de la Constitución daban el impulso político, figuras como Revilla garantizaron la precisión y funcionalidad del andamiaje jurídico que sustentaba el texto.
La figura de Carlota Bustelo, entonces diputada del PSOE y reconocida militante feminista tampoco puede ser ignorada. Aunque no participó directamente en la elaboración del articulado constitucional, sí incidió en las discusiones internas de su partido y en el clima político favorable a la inclusión de los principios de igualdad y no discriminación. Su posterior designación como primera directora del Instituto de la Mujer (1983) consolidó un marco institucional que encontraba sus raíces en la Constitución de 1978.
El texto constitucional introdujo avances decisivos. Los más relevantes para la ciudadanía femenina fueron:
Artículo 14: igualdad ante la ley
Este artículo proclama que todos los españoles son iguales ante la ley, “sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. La inclusión explícita del “sexo” supone la consagración de la igualdad formal entre hombres y mujeres, algo que no había existido bajo el régimen franquista.
Artículo 9.2: igualdad real y efectiva
Este artículo es, quizá, el de mayor proyección transformadora. Obliga a los poderes públicos a “promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas”. Esta formulación, inspirada en el constitucionalismo social europeo, abrió el camino para políticas activas de igualdad: reformas civiles, leyes de igualdad y medidas contra la discriminación de género.
Otros artículos relevantes son el artículo 32 introdujo la igualdad jurídica en el matrimonio. El artículo 35 amparó la igualdad en el ámbito laboral. El artículo 39 reforzó la protección de la familia, la infancia y la igualdad en la filiación.
Estos preceptos, aunque todavía insuficientes para muchas feministas de la época, sentaron las bases jurídicas necesarias para desmontar la arquitectura legal del patriarcado franquista, que aún se mantenía vigente en parte de la legislación ordinaria en 1978.
Por todo lo expuesto, no se puede entender la presencia de los principios de igualdad en la Constitución sin reconocer el papel del movimiento feminista español de los años 70. Fue un movimiento plural, abierto, heterogéneo y profundamente combativo, que se articuló en asociaciones, grupos de mujeres, partidos políticos, revistas, círculos universitarios y asambleas ciudadanas.
Las reivindicaciones eran claras y concretas:
- Despenalización del adulterio (lograda en 1978).
- Fin del permiso marital (abolido en 1975, aunque con resabios sociales fuertes).
- Reforma de la patria potestad (modificada en 1981).
- Derechos reproductivos y sexuales.
- Igualdad laboral y salarial.
La fuerza del feminismo influyó en la cultura política de los partidos y en el clima social que rodeó al proceso constituyente. Si bien el texto constitucional no asumió todas estas demandas sí incorporó el fundamento constitucional que permitiría desarrollarlas.
La Constitución de 1978 abrió el camino a un proceso de reformas que transformaron profundamente la vida de las mujeres en España. La Ley del Divorcio (1981), la reforma del Código Civil (1981), la despenalización parcial del aborto (1985), la creación del Instituto de la Mujer (1983), la Ley Orgánica de Igualdad (2007) y la Ley Integral contra la Violencia de Género (2004) son hitos que encuentran en la Constitución su fundamento jurídico y su impulso ideológico.
Sin embargo, el legado no está exento de tensiones. La Constitución no abordó cuestiones como la igualdad salarial efectiva, la corresponsabilidad en los cuidados o la representación paritaria en las instituciones. Tampoco resolvió los estereotipos de género persistentes que aún condicionan la vida social, económica y política del país. El constitucionalismo de 1978 fue un punto de partida, no un punto de llegada.
Reconocer el papel de las mujeres en la creación de la Constitución Española no es un ejercicio de revisionismo, sino de justicia histórica. Sus nombres forman parte sustancial de la arquitectura democrática que sostiene hoy la vida pública española. La Constitución no fue, ni podía ser, obra exclusiva de siete hombres. Fue el resultado de un proceso colectivo en el que participaron, directa o indirectamente, miles de mujeres que lucharon por su ciudadanía, presionaron desde los movimientos sociales, debatieron en los partidos, contribuyeron en las comisiones parlamentarias o trabajaron en los engranajes técnicos de las instituciones.
Al recuperar su legado, iluminamos una dimensión de la democracia española que durante décadas permaneció en sombra. Y comprendemos, a la vez, que la igualdad (como principio constitucional y como aspiración social) es una tarea siempre inacabada. La Constitución de 1978 abrió puertas, pero corresponde a las generaciones posteriores ensanchar esos umbrales, profundizar en la justicia, cuestionar los límites heredados y construir un país donde la voz de las mujeres no sea una anomalía histórica, sino una presencia plena, visible y necesaria.
Ana Moruno Rodríguez
Historiadora del Arte











